sábado, 30 de noviembre de 2013

CRITERIO DE VERDAD EN JUAN. El Prólogo.



Existe en el prólogo de Juan una frase que proporciona el criterio que buscamos y que de alguna manera funda todos los desarrollos que pueden encontrarse después en el evangelio. 

La frase a que aludimos es la siguiente: «la vida es la luz del hombre» (1,4) (1). Hay que notar muy bien lo que dice el texto. La vida es la luz del hombre, no al contrario. Es decir, no existe para el hombre una luz que no sea la vida misma en cuanto es visible y reconocible. Al ver la luz, lo que se percibe es la vida. 

Al ser la luz de los hombres, físicamente vivos, la vida adquiere un significado que desborda la mera existencia: es la plenitud de vida (d. 10,10: «yo he venido para que tengan vida y les rebose»), en contraposición a una vida que no merece ese nombre. La luz, por su parte, en cuanto realidad perceptible y reconocible, es una metáfora para designar la verdad que ilumina y guía al hombre. 

Teniendo en cuenta estos significados, lo que se afirma en el texto no es que la verdad lleve al hombre a la plenitud de vida, sino que para él la plenitud de vida es la verdad y que donde no resplandece esa vida no hay verdad. Es decir, para el hombre la única verdad (artículo exclusivo, «la luz») es la plenitud de vida contenida en el proyecto divino (2) . Esta lo ilumina descubriéndole al mismo tiempo la verdad de Dios, la del Padre que lo ama sin límite y desea comunicarle su propia vida, y la verdad de sí mismo, al conocer la meta a que lo llama el proyecto divino, realizado en Jesús. 

La vida, en cuanto luz, es para el hombre orientación y guía, la que le muestra su meta y lo atrae a ella. Esa luz/verdad que ilumina (1,9) y guía al hombre ha de encontrarse necesariamente en su interior. Esto significa que el hombre lleva dentro un anhelo de plenitud que lo incita a realizarse; y este anhelo es constitutivo del hombre, porque la plenitud de vida está contenida en el proyecto divino (1,4a), conforme al cual ha sido creado. El hombre percibe que está destinado a la plenitud y que tal debe ser el objetivo de su existencia y
actividad (3). 

Con su frase, Juan se opone a la concepción rabínica de la verdad. De hecho, el término «luz» era un modo ordinario de designar la Ley de Moisés en el ambiente judío. La Ley como luz era la norma que debía guiar la conducta del israelita (Sal 119,105; Sab 18,4; Eclo 45,17 LXX; Nm 6,25; Apoc Baruc 59,2; 77,16). La concepción rabínica podría formularse de esta manera: «la luz (=la Ley) es la vida del hombre». Primero hay que conocer la Ley, como luz y guía, y su práctica llevará a la vida (cf 7,49). Juan invierte la proposición: «la vida era la luz del hombre»; lo que se conoce es la vida misma, y ese conocimiento y experiencia es la luz del hombre, la verdad que guía sus pasos, constituyéndose en norma de su vida y conducta. 

Saquemos la conclusión de estas premisas: La verdad es el resplandor de la vida en su plenitud, que atrae y orienta al hombre, porque éste lleva dentro el deseo de plenitud puesto por Dios mismo. Este deseo es ya barrunto de la verdad, y el criterio para discernir la verdad está en la satisfacción de este deseo, es decir, no puede ser otro que la experiencia personal de vida o la experiencia de la comunicación de vida a otros. Dondequiera se descubra vida, sea en la propia persona como en persona ajena, allí hay verdad. Donde no hay vida, no hay verdad. 

Estos son precisamente los criterios complementarios que propone Jesús para determinar o encontrar la verdad: la experiencia personal de vida y las obras que comunican vida. 

Veamos cada uno de los dos criterios.

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(1) Gr. ton anthrápón, con sentido universal, que en castellano se expresa mejor por el singular colectivo.      .
2 El término «luz» (phôs) designa la verdad en cuanto cognoscible por el hombre. Lo que el hombre percibe de Dios es un amor sin límite (3,16: «Así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único»); ese amor es, por tanto, la verdad (alêtheia) de Dios. A esto corresponde la definición «Dios es Espíritu» (4,24), es decir, fuerza y actividad de amor.
El amor fiel (1,14) o Espíritu, que es la verdad de Dios, es la fuerza vivificante (6,63) propia de la vida: la realidad divina es una vida que se define por la actividad del amor y se manifiesta en ella.
(3) Juan previene así contra una interpretación intelectualista de su evangelio, que originaría una lectura «al revés». Tal lectura convierte a Jesús en «el Revelador» (Bultmann) de verdades ocultas, en las que está el secreto de la vida. Pero en Juan no es así; por el contrario, Jesús se manifiesta como el dador de vida. No revela una supuesta verdad cuyo conocimiento produciría la vida; da una vida que, experimentada y reconocida, se revela como verdad. Por eso la prueba de su misión no es la sublimidad de su doctrina, sino la eficacia de sus obras (6,36; 10,38). Reconocer la vida que comunica es reconocer la verdad.

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